Dibujo de Pepe Menor |
Hacía
muchos años que no había presenciado las fiestas del Carnaval en Villena; como
siempre ocurre, guardaba de estos festejos la impresión producida en la
infancia y un grato recuerdo de su algarabía callejera. Los tipos más
estrafalarios iban y venían por la Corredera en aquellas tardes tumultuosas a
las que me refiero, constante la primera guerra europea del siglo. La posada
del Sol, con su gran umbral de entrada de carros junto al que se sentaba el tío
Zumba, posadero bonachón y sonriente; su zaguán amplísimo y su desbordante
patio interior.
Era
como un túnel misterioso al que desembocaban las máscaras que venían desde la
puerta Almansa y de las altas y pedregosas calles que serpentean hacia el
castillo. Allí se formaban corros y se asociaban los disfraces— pues para
aceptar el ridículo precisa la cooperación—, y después era el discurrir con
risotadas y algarabías por la ancha y señorial Corredera. Deambulaban aquellas
máscaras; iban y venían hasta la Fuente de los Burros; se detenían y hacían mil
gracias frente a la marquesina del Villenense, y, de paso, herían a veces con
frases de ingenio la natural y pacífica distracción de los moradores de la
Corredera. Era la época de doña Ángeles Ritas, ingeniosa dama de fácil
ocurrencia; de don Emilio López; de los Callosinos; de don Vicente Orellana; de
don Rafael Selva, con su blasonada casona; de los Fernández de Palencia; del
cabo Antón; de don Antonio Marín, maravilloso poeta, con figura benaventiana,
bondad sublime y extraordinaria y fina sátira; de Paco Pérez, inagotable
ingenio en las bromas y en los disfraces; de las Gemelas, exquisitas y finas,
siempre atildadas; de don Antonio Cerdán y don Remigio López; de toda una
sociedad, en suma, hoy en gran parte desaparecida, que representó una época
interesante en el pueblo y en los afanes de Villena.
Los
festivales del Villenense, exornado muy al gusto de la época, con su gran salón
de piso entarimado y su biblioteca, presidida por los retratos de don Joaquín
María López y don Ruperto Chapí; con sus sofás tapizados en rojo y sus
tertulias interminables. El cine único, el Artístico, en el Paseo, con su
entrada de café en primer término; sus salones de billares después, y su local
incómodo de bancos de madera y el griterío espantoso de las tardes domingueras
con la entrada de la chiquillería, a cuyas sesiones precedía siempre el cambio
de estampas de la guerra en el paseo de Chapí.
Todos,
todos estos recuerdos—a vuela pluma reflejados—, vinieron a nuestra memoria al
volver después de los años al carnaval de Villena; hoy encerrado y marchito en
los casinos, con poco color y alegría callejeras, en este mes de febrero de
almendros en flor y de nostalgias de pretéritas épocas.
Eduardo Solano
Candel, revista anual Villena 1954.
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