Francisco Juan y Marco nació en Sax en 1877, era descendiente de
familias nobles, realizó sus correspondientes estudios y ocupó cargos políticos
en Sax, primero de concejal y en 1914 fue elegido alcalde.
Colaboró en diversas
publicaciones, como fueron: “La Correspondencia de Alicante” en 1918; en 1906
en “El Graduador; en 1905 en “La Tarde”, diarios que se publicaban en la citada
ciudad. En 1920 en el semanario “El Pueblo Español” de Madrid y en 1921 en “El
Defensor de Biar” y en “El Castillo de Sax”.
El Centro de Cultura
Valenciana, en mayo de 1918, lo nombró director-correspondiente en Sax: se
designaban así a los cronistas de las diputaciones y ayuntamientos del antiguo
reino de Valencia que justificasen la posesión de dichos cargos y los eruditos
residentes en poblaciones del mismo territorio, designado por el Centro.
Se dio a conocer como
brillante y fácil escritor, publicando una serie de producciones y entre otras,
citamos: “Historia de Sax”, “El Valle de Castalla”, “Elda”, “De mi archivo”, “Elogio a
D. Joaquín María López”, “Don
Salvador Amorós y Martínez, “Don
Luciano López Ferrer”, “Santonja,
de Biar”, "A la Feria
de Villena".
El texto citado forma
parte del prólogo que escribió José Abargues Ferrer, con motivo de la
publicación en Villena (año 1923)
de un libro que, titulado “DE TODO UN
POCO”, ofrecía varios de los artículos que hemos citado en el párrafo
anterior.
Dicha publicación está
dedicada a D. Salvador Amorós Martínez por su autor don Francisco Juan y Marco, con la siguiente dedicatoria:
“Afectuosamente dedico este libro que no tiene
más mérito que demostrar mi cariño a los pueblos de esta comarca y ser un recuerdo
de gratitud sincera a la persona a quien va dedicado”.
Francisco
Juan y Marco
En el citado libro
aparece un simpático artículo de seis páginas titulado: “A la feria de
Villena”, en el que se narra un viaje desde Sax a Villena en tren, un domingo por la tarde (con
la correspondiente parada en la estación de La Colonia), para visitar la
tradicional Feria que se instala en Villena entre octubre y noviembre.
Dice así la crónica de
dicha visita a la feria:
“Era domingo, y a las cuatro de la tarde, la estación de la villa de Sax se
veía muy concurrida; todo era alegría en los semblantes; el sol derramaba sus
rayos de oro; día hermoso y bonancible que había que aprovechar; la mayor parte
de la gente guardaba en su correspondiente bolsillo el billete de tercera
clase, pues como el trayecto es corto, lo mismo lo utilizan los ricos que los
pobres; parece esto un verdadero sueño de igualdad social, donde en el tren, en
un mismo departamento, se estrujan y codean el burgués y el obrero.
Aunque con algún retraso, apareció la locomotora, y sonó una exclamación de
alegría general entre el impaciente público que esperaba la llegada del tren;
el tren marchaba lentamente, y al sonar la campana detuvo su marcha majestuosa.
La mayoría de los viajeros iban a ver la feria de Villena, a visitar
aquella población agricultora, enriquecida en época reciente por sus viñedos, y
que posee aguas abundantes que riegan su huerta.
Villena, ciudad
alegre, donde parece que se respiran aires de capital. El tren iba repleto y
marchaba rápido, como si el maquinista que dirigía su marcha quisiera complacer
los naturales deseos de los viajeros y llegar cuanto antes.
El humo de nuestros cigarros subía en espirales, y parecía, extendido,
blanquísima nube. Pasamos el puente, el desmonte; nuestra vista se recreaba con
la variedad del panorama; el huerto Martín, con sus bancales de color ceniza,
plantado de árboles frutales; la venta de Aynat, que nos traía a la memoria
aquel ilustre general D. José de Aynat, que tanto brilló y tan conocido y
estimado fue reinando Isabel II, a quien llamaron la espada virgen, y que tanto
bien hizo por Sax, a quién él llamaba su pueblo predilecto. La casa de los
Giles, extensa heredad pegada junto a la vía, con su hotel azulado, a estilo
madrileño, que denota el buen gusto de su caprichosa dueña; los viñedos que
parecían tableros de ajedrez y llegan hasta la sierra llamada la Peña Rubia.
Oí la voz chillona que gritaba: “Santa Eulalia, un minuto”. De pronto, el
tren se detuvo, subieron unos pocos viajeros, volviendo otra vez, después de
sonar la campana y ordenar el jefe de estación la salida, a estar en rápida
marcha.
Santa Eulalia es estación intermedia entre Sax y Villena; hermosa heredad
convertida entre Sax y Villena; hermosa heredad convertida en Colonia agrícola
por su actual propietario, el conde de Gestalgar y de la Alcudia.
En aquellos años, según refiera la tradición, se dio una memorable y
célebre batalla en tiempos del rey D. Jaime I de Aragón, y se apareció a los
guerreros cristianos la referida Santa.
No sé si lo que voy a narrar es verdad o cuento, mas como me lo contaron lo
cuento: El dueño de aquel rinconcito del Paraíso, hace algunos años poseía un
orangután, muy inteligente, bien adiestrado, y que con sus gracias y
habilidades, servía de distracción y agradables pasatiempos. Los monos son, por
lo general, muy inteligentes, y es forzoso reconocer que muchas veces dan
pruebas de prudencia, dulzura, alegría, bondad, cariño y confianza hacia el
hombre. Durante varios días, un criado conducía el mono, que siempre iba sujeto
a fuerte cadena, y por lo tanto no gozaba de libertad, a una gran balsa,
viéndose obligado el simio a tomar un baño de placer; el modo nadaba y
gesticulaba, dando a entende3r que no era aquello cosa de su agrado; pero no
podía arañar ni morder y tenía que comprimir su rabia.
Mientras el mono saltaba y nadaba, el criado se reía, pues aquellas
protestas, aquellos gestos, le hacían mucha gracia. Después, cuando salía el
simio del agua, le daban una golosina para que él, agradecido y en justa
compensación, olvidase su enojo. Más llegó un día que el criado se distrajo
mirando al cielo, a orillas de la balsa; el mono quiso imitar al hombre, buscó
la comparación de los efectos, lo arrojó de un fuerte empellón dentro de la
balsa, y mientras el hombre se ahogaba y daba voces pidiendo auxilio, el mono
reía, reía a más no poder, enseñando sus blancos dientes. Al oír aquellas voces
del angustiado criado, acudieron los demás dependientes y campesinos de la Colonias,
sacaron al criado de la balsa, y no fue pequeña ni para contarla la paliza que
le zurraron al vengativo mono. Fuera de ello lo que fuere, lo cierto es, que
jamás he visto mono ni orangután alguno en la mencionada Colonia, y más bien
parece todo ello creación ingeniosa de la fantasía de las gentes.
Después de cruzar los prados, el rio Vinalopó, el término de Villena llano
y con numerosas casas de campo que se iban alejando de nuestra vista, veíamos
el caserío; asiéntase en el declive del cerro llamado Peña de San Cristóbal; en
lo más alto de la ciudad vieja, se yerguen sobre un estribo de la peña los
macizos muros y la alta torre cuadrada de su castillo señorial, y completan su
fisonomía las esbeltas torres de sus dos parroquias, Santiago y Santa María,
que tienen el aire de los campaniles italianos.
Oí la voz ronca de un empleado que gritaba: “Villena, veinte minutos”. De
pronto, el tren se detuvo; los viajeros abandonaban sus asientos, se abrían las
portezuelas, se apeaban; las voces de bienvenida de muchos que esperaban, me
indicaron la llegada al punto de mi viaje, y que debía abandonar mi asiento.
Descendí del vagón del ferrocarril y me dirigí, por no decir todos, nos
dirigimos hacia la feria.
Cerca de la estación, pudimos admirar en el jardín, en aquel jardín paseo y
deleite de las jóvenes hermosas y elegantes, el busto del célebre y afamado
compositor de música, D. Ruperto Chapí, autor de varias zarzuelas, óperas y
otras composiciones españolas, hijo de esta tierra privilegiada por la naturaleza,
el gran Teatro, todavía por terminar, magnífico edificio que pare propio de una
gran urbe.
La feria estaba situada en una céntrica plaza, e iba a terminar en la
fuente llamada prosaicamente “de los burros”; estaba muy concurrida, por ser
precisamente día festivo; en el centro de la plaza tocaba la música, que nos
distraía y nos hacía pasar el tiempo agradablemente. Tres horas habíamos de
permanecer en aquella hermosa Ciudad, pues a las siete de la tarde sale el tren
que va a Alicante, y en él teníamos que
volver a nuestros pacíficos hogares.
Ofrece Villena el aliciente del lindo Casino y otros centros de recreo. No
sé qué pensar de esos hombres a quienes domina la pasión del juego, que en una
baraja encuentran sus placeres, ponen todas su afecciones y cifran su porvenir.
El azar y la suerte son los únicos excitantes de su fría sensibilidad. Se
irritan y enfurecen si pierden. Gozan una pueril alegría si ganan. No piensan
más que en la mesa de juego, y en la mesa de juego no ven sino el naipe que
tienen delante, al que apuestan acaso la fortuna de su familia. No todos los
que concurren a la feria de Villena son jugadores; sin embargo, pocos son los
que resisten a la tentación de probar suerte, a ver si pueden ganar y
reintegrarse de los gastos que les ocasiona la agradable excursión.
Antaño, por doquiera, en el vecindario de los pueblos cercanos, se oía
exclamar: “Vamos a ver el Orejón”. En la plaza del mercado había una torre de
estilo barroco, y en ella estaba el reloj público. Al toque de las horas,
asomaba la grotesca y orejuda cabeza por un ventanillo, el legendario
personaje, admiración de los campesinos forasteros que venían a las ferias.
Pero el progreso inexorable, y los progresistas de Villena, por los años
1888, derribaron la torre, juzgando sin duda incompatible con la cultura de la
ciudad aquel resto burlesco de otras edades. Así es que hoy ya no se puede
exclamar más que: “Vamos a la feria”, “A la feria de Villena”.
El tren de Alicante restituyónos presto a Sax, y a las ocho de la noche me
hallaba ya de vuelta en mi familiar retiro, entregando a mis pequeñuelos los
dulces y juguetes, grato recuerdo de la renombrada feria.”
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