En la carretera de Monóvar a Pinoso, durante la
madrugada y entre el oro nuevecito del sol. Un viento furibundo pretende parar
los diez caballos anónimos del auto. El coche enhebra, rápido, el paisaje por
los ojos de las portezuelas. Se suceden a ambos lados los amplios viñedos y las
tierras de pan llevar; los festones de álamos y los liños de algarrobos e
higueras. El pino y el olivo—árboles frioleros— se visten de verde y de plata;
colores hasta cierto punto táuricos. Los demás árboles nos muestran sus
esqueletos grises entre los cuervos de las cepas. Junto al eriazo—improductivo
y haragán—el dilatado y laborioso bancal de viña. El barbecho—hogaño «parado» y
antaño trabajador—pone la nota ecléctica entre uno y otro, y adquiere un
sentido social de bancal huelguista. Todos unificados en la parda matriz de la
tierra.
El coche es
ahora un avión que roza las nubes terrestres de los olivos. Y van quedando
atrás, raudamente, esfumados en la lejanía, los caseríos de Chinorla, Mañán,
Chinorlet y Culebrón. Cambiamos la carretera jalde por un camino moreno, y el
coche lo devora presto con los colmillos de los faros. Aprisiona el paisaje
ahora la bambalina de los montes. Podría servir de escenario a La Malquerida o a un drama de Víctor Cátala; una de esas tragedias
rurales sin complicaciones escenográficas rusas. Cruzamos por Úbeda—una Úbeda
alicantina, sin cerros ni acento, llana por partida doble—, donde las casas
yacen torradas por el sol, porque a todas «les está pequeña» la gorra del
tejado. En algunas fachadas las típicas ristras de bermejos pimientos
diagnostican las héticas bocas de las ventanas. El paisaje, desnudo y gris,
sufre ahora—al dejar atrás Úbeda—un cambio brusco. Una inmensa alcatifa verde
se tiende ante nuestros ojos. Pasamos bajo el palio rumoroso de un pinar. Ya
estamos en «Garrincho», la deliciosa finca levantina que cobijó dos meses al
egregio Chapí. Pinos, muchos pinos apretados en la Sierra suave y muelle,
rodeando una casa cuyo clisé hay que buscarlo en las páginas camperas de Antonio Azorín.
CON EL DUEÑO DE LA FINCA
Departimos
unos minutos la charla con el culto y amable propietario de «Garrincho», don
Amador Hurtado Sanz. El señor Hurtado Sanz, íntimo amigo del que fue en vida
decano del Colegio de Abogados de Alicante, don José García Soler, se vio
sorprendido un día por una petición de éste. El maestro Chapí—que era como un
hermano para el señor García Soler—anhelaba terminar una obra en un lugar
apartado y silencioso. «Garrincho» podría ser muy bien ese lugar. Don Amador
Hurtado, honrado con la proposición de albergar en su finca a tan ilustre
huésped, accedió muy gustoso.
—Una mañana—nos dice—llegaba Chapí a la
estación de Monóvar, procedente de la capital de España. Tomamos chocolate en
mi casa Chapí, García Soler y yo, después de las presentaciones de rúbrica, y
nos encaminamos a visitar a la eminente tiple Dolores Cortés, que vivía a la
sazón—ya retirada-—en el pueblo. La Cortés, intérprete gloriosa de la música
chapiniana, fue, según don Ruperto decía, la mejor tiple de su época. Ella
estrenó en Madrid La tempestad con
éxito insuperable.
—Sería
emocionante el encuentro de ambos grandes artistas—apostillamos nosotros.
—En grado sumo—continúa don Amador—a brazados
Chapí y la Cortés, lloraban de emoción y alegría, y nos hacían llorar también a
los presentes.
Reconstruimos in mente el momento. — « ¡Ruperto!
¡Dolores!»—en una escena que ellos tantas veces habrían musicado e
interpretado.
—Aquella misma mañana—sigue diciéndonos don
Amador—^montamos en una galera, que era el coche distinguido de entonces, y
marchamos a «Garrincho».
— ¿Recuerda el año? —Creo que era en Julio de
1905. Chapí había comenzado en Madrid una obra, y, por lo visto, los ruidos
urbanos molestaban al gran compositor. Quería soledad y silencio.
— ¿Qué
carácter tenía don Ruperto?
—Era la amabilidad personificada y un hombre
muy jovial. Don José García Soler y yo le acompañábamos con frecuencia en sus
excursiones campestres. ¡Qué campechanía la de don Ruperto! A lo mejor, entre
bromas y chistes —le gustaban mucho los cuentecillos verdes—, quedaba
abstraído, sacaba un cuaderno y apuntaba unas notas. Otras veces regresaba al
punto a casa y se ponía a escribir. A toda hora tenía la pluma dispuesta. En la
mesita de su cuarto no faltaban nunca pluma ni papel, pues despertaba muchas
noches—para gloria de la música hispana—y escribía horas y horas
incesantemente, febrilmente.
— ¿Qué vida hacía aquí don Ruperto?
—Esta podrá informarle sobre el particular—nos
indica el señor Hurtado, señalándonos a una mujer enlutada y sarmentosa, que se
acerca a nuestro grupo.
BREVE CHARLA CON DOLORES DAVÓ, I.A ANTIGUA CASERA
DE «GARRINCHO»
Tras esta alternativa verbal, nos disponemos a
interviuvar a la antigua servidora de Chapí. La tía Dolores, como decimos por Levante, es una
mujer zuloaguesca. Enjuta y fuerte, con el rostro surcado por la mancera de los
años. Tras explicarle a la tía Dolores
nuestra misión, accede gustosa, y con una condición, a nuestro interrogatorio:
la de enviarle la «gaceta» una vez hechos los retratos. Se lo prometemos
formalmente, y comenzamos las preguntas:
—Era muy madrugador. A las seis ya estaba
levantado. Se encerraba en una sala, y con la idea de «eso que llevaba en la
cabeza», no bajaba a comer hasta las dos. Otras veces en lugar de quedarse en
casa, marchaba a la Sierra a pasear. O hacía que le llevara yo una mesa y se
ponía a escribir en el «pozo de Franseso». (El «pozo de Franseso» constituía el
sitio predilecto de Chapí. Situado en una hondonada de la Sierra, y oculto por
la espesura de los árboles, resultaba un verdadero lugar paradisíaco)
¿Tenía
costumbre don Ruperto de dormir después de comer, Dolores?
—Nunca. No dormía la siesta jamás. ¡Qué hombre
más bueno y más afable era!—evoca la vieja casera con emoción. Siempre tan
sonriente y tan bien portado. Únicamente le sabía mal una cosa: que cantaran
los muleros y mayorales. A mí también me lo decía cuando no me daba cuenta y
chillaba yo un poquito entre mi faena: «Dolores, no cante.» ¡Y me lo decía con
una dolzor...! También suplicó a los muleros que les quitaran las campanillas a
las colleras de las mulas. No podía con el ruido.
--¿Tenía
algún piano en la finca?
—No, señor; ni
ningún otro instrumento.
Eso puede
usted decirlo. Don Ruperto no tenía aquí más que pluma y mucho papel. Mucho,
muchísimo. Cuando marchó se llevó lo menos dos fardos.
Y parece que
tiembla en nuestros ojos—amigo lector—una «furtiva lágrima» al recordar esos
dos fardos de papel pautado que Chapí escribió en «Garrincho» y que eran, nada
menos, la partitura de Margarita la
Tornera.
COLOFÓN
Apretones de manos calientes y cordiales.
Cuando enfilamos el coche, rumbo a la carretera, la luna se reboza en una nube.
También puede ser una bufanda internacional de sonetos. El inmenso tintero de
la noche se derramaba ya sobre el campo. Sentíamos una veneración profunda por
aquellos pinos de «Garrincho» que inspiraron al glorioso autor de La bruja. Y pensábamos que, a veces,
apartados de las rutas oficiales turísticas, hay rincones pintorescos, como
este de «Garrincho», donde Chapí, sin ayuda de ningún instrumento musical,
escribió una de sus mejores páginas,
Mundo Gráfico, 22-02-1933
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